Historia del Palacio San Jacinto 1.920 - 1.970

Historia del Palacio San Jacinto    1.920 - 1.970

Dos rematadores sin estirpe, Natalio Scalise, de Buenos Aires, y Osvaldo Scardino, del partido de Rojas, a 250 kilómetros de la Capital Federal, bajaban el martillo, el sábado 20, sobre el casco de la estancia San Jacinto, que a principios de este siglo acumulaba nada menos que unas 70.000 hectáreas; un feudo legendario que perteneció a Ángel Torcuato de Alvear y su esposa, María Unzué, y que se ha ido parcelando como tantas heredades.

De ese legado quedó en pie un suntuoso castillo, una capilla dedicada a la Inmaculada Concepción, estatuas, mármoles, vitraux, arañas, una boiserie, montureros, herrajes, fuentes y una que otra silla polvorienta; las construcciones se demolerán, pero los objetos abonaron una invasión de cazadores de chucherías para los que Scalise hizo tender un asado con 500 kilos de carne.

El edificio, que los pobladores llaman El Castillo —y lo es, al estilo suizo, con sus 40 habitaciones, 20 baños ornados con mayólicas, sótanos, corredores y una infinidad de estresijos—, se ve desde el camino de Carabelas a Ferré, a 13 kilómetros de la Ruta 31; asoma entre arboledas, con sus techos abovedados y en forma de embudo, con una avanzada escultórica, barroca, de ángeles y una Diana Cazadora; en el hall central cuelga una araña ornamentada, dorada; al costado se divisa una gran chimenea de mármol. La capilla se erigió en homenaje a Saturnino Unzué; ella ostenta una placa dedicada, también de mármol, que los amanuenses de Scalise descolgaron para sacrificarla en la subasta.

El Castillo se construyó en 1920 y empezó a habitarse cuatro años después; la estancia, en cambio, data de 1860. Antes, la familia Unzué de Alvear vivía en una casa modesta, que todavía se conserva, como una reliquia, a unos 300 metros. En su época gloriosa el palacete, dividido en un par de alas por la entrada principal, debía impresionar, seguramente, por su lujo bizantino, aunque para la subasta tenía un aspecto devastado.

Los compradores se arropaban y tiritaban sin más calidez, entre los Carrara y los vitrales, que los 600 metros cuadrados de roble de Eslavonia, horadados por el tiempo. Al morir María Unzué. que no tenía hijos, la San Jacinto fue heredada por los siete hijos de Ángela María González Alzaga de Parret, seis mujeres (Ángeles, Lucía, María, María Inés, Teresa y Amalia) y el varón Carlos José; a cada uno de ellos le tocaron mil hectáreas, pero el conjunto fue administrado por la madre durante casi dos décadas, aunque al abrirse el testamento ella quedó fuera del legado.

Los sobrinos herederos eran hijos de Doña Ángela (hoy, circa 70) y de su esposo Carlos Ledesma, de quien se separó cuando Perón dictó la Ley del Divorcio, para casarse con Jean Parret, un francés que llegaría a tener 3.000 hectáreas en la zona. Tampoco Saturnino, un hermano de María Unzué, tuvo hijos; había adoptado una muchacha, Juanita Díaz, que sacó de un orfelinato, a la que la familia no reconoció; nadie quería casarse con la huérfana, heredera de la San Jacinto, de Mercedes (Buenos Aires), otro feudo, pero su padre la llevó a París y allí desposó con el Duque de Luynes, un aristócrata colmado de títulos pero con las propiedades hipotecadas.

De dos hermanas, Ángela Unzué de Alzaga fue la única con descendencia; la restante. Concepción Unzué de Casares, dejó en herencia a sus sobrinos —los Sánchez Elía— una de las estancias más fabulosas de Buenos Aires, la Huetel; su casa, en la Capital Federal, pasaría a ser la sede actual del Jockey Club. Ángela de Parret, en una "solicitada" que publicaron los diarios del jueves 18, se condolía por la demolición del Castillo y el loteo del campo: "Mi mayor deseo — afirmaba— hubiese sido que esta reliquia nacional quede como patrimonio de todos los argentinos y no ver con indignación y profundo dolor una obra tan excepcional, reducida a ruinas".

Era imposible que los siete hijos y la madre lograran llegar a un acuerdo; así, la semana anterior al remate se congregaban para ver qué se podía hacer frente a una oferta de inversores norteamericanos de Ecuador Sociedad Anónima, que primero hablaron de pagar 35 millones moneda nacional por el casco, pero luego redujeron el ofrecimiento a veinticinco. La intención de la compañía era transformar el Castillo en Casino; no contaban, sin duda, con dos dificultades: una ley que prohíbe en la provincia salas de juego a menos de 400 kilómetros del área capitalina y el temor de la gente al Mal de los Rastrojos, una enfermedad que mina a los pobladores de la zona de Rojas.

"El testamento debe ser único en el mundo, porque siete heredan los muebles pero sólo las cuatro hijas menores, el edificio; eso para impedir la división de los bienes. Aun cuando quisiéramos conservar la propiedad, entre los ocho no la podríamos mantener, ya que para ello no alcanza lo que produce cada parcela del campo. Nos dolió porque estamos agarrados a la tierra. Si supiera cómo envidio a los puesteros, que hacen una vida saludable, al aire libre, siempre tan felices... Yo realmente los envidio, con sus casitas", confesó a Periscopio Ángela Parret.

La gente del pago también lo lamenta. El taxista Pablo Cuaglia (64, viudo) dijo: "Es una lástima, porque Doña María de Alvear era muy querida en la zona. El Gobierno lo podía haber comprado para una escuela o para hotel, yo no lo entiendo. Claro que ellos ya no lo podían sobrellevar porque son todos ricos venidos a menos".

ADIOS AL PASADO El Castillo, puro estilo suizo Marcelo Alurralde (31), casado con Teresa Ledesma —administra la estancia La Teresa—, comentó que tuvo que interrumpir la luna de miel para llegar hasta el remate. "A nivel del país, el fin de la San Jacinto no interesa, pero sí en la zona. Además, representa a toda una clase argentina. Todo esto es muy triste y la prueba de ello es que no hay aquí ningún Ledesma", sostuvo Alurralde, que iba a añadir, todavía: "Ni siquiera el Intendente de Rojas dio señales de vida... Qué sé yo, esto duele ... que no te quede ni siquiera una mayólica". Hasta el diario La Voz de Rojas, en su entrega del jueves 18, se lamentaba: "No vamos a intentar siquiera hacer la historia de la San Jacinto, gran estancia que constituyó uno de los orgullos de nuestro pueblo. Además de su influencia en nuestra vida económica, representó siempre la presencia de uno de los campos más caracterizados del país y vinculó el nombre de Rojas con altas personalidades del gran mundo argentino, la Iglesia, las artes y las letras", estampaba en su primera página.

Pero los rematadores estaban eufóricos ; es que, al caer la noche del sábado, casi todas las cosas prácticamente habían sido vendidas. Uno de los compradores, William Reynal, pagó 400.000 pesos (los viejos) por los faroles de la sala de billar; resultó uno de los precios más altos. Cuando Doña Ángela Parret fue enterada, sólo atinó a hacer un comentario, sorprendida: "Fíjense que las bolas de cristal, es decir, los faroles legítimos que estaban en la sala de billares; se habían roto; para reemplazarlos encargué un par, muy parecidos, a la fábrica Rigolleau, que me costaron 4.000 pesos". La boiserie mereció 870.000; el metro cuadrado de roble se vendió en 3.600; el brocal de mármol tallado, en 860.000 y la famosa fuente de los angelotes, en 410.000.

Entre los compradores ambulaban Elio Cohen (HISISA), Alejandro Carbó, Juan y Enrique González Alzaga y Jorge Tabares; también estuvieron presentes dos casas de anticuarios (Más Viejo que mi Abuela y Mercado de las Pulgas); entre ellos, solemne, giraba un tal Tobo, seudónimo de un comprador que oficiaba de comisionado de Max Bardin, dueño de la estancia lindera e interesado en las hectáreas del casco.

Después del ritual del asado y de una caminata por el parque y la extensión que solía dedicarse a campos de golf, de cuyo cuidado se encargaban en los buenos tiempos un centenar de peones, le tocó el turno a la capilla. El martillo bajaría, implacable, sobre los vitrales, por los que se pagaron entre 9.000 y 50.000 pesos, y sobre la placa de Unzué. Los compradores salían provistos con sus mármoles, faroles, arañas, trozos de parquets, pero las dificultades surgieron cuando se trató de transportar el aristocrático despojo. "Todo esto se debió haber vendido sin desarmar", opinó Raúl Bouvier (38), trabajador de la estancia. Eso sí, no explicó cómo. Es que los castillos de hoy son una hipoteca.

Publicado en revista El Periscopio